Picoco y yo


No veas lo triste que me he puesto, ahora que mis padres me dicen que ya no puedo jugar más con Picoco, que ya tengo siete añazos, que no es edad de andarse con tonterías, que Picoco no existe, y que si esto y lo otro. Eso ya lo sé yo. Que no existe y que ha nacido en mi imaginación, que es una cosa que hay en el cerebro que sirve para que lo que no es verdadero parezca que sí lo es. Bueno, en realidad, no lo parece, al menos a mí. Cuando me imagino que soy un malvado pirata, no me parece que lo sea de verdad, ni cuando me imagino comiendo unos canelones, mi comida favorita, se me llena la barriga. Ni siquiera Picoco me parece real, y no porque no lo pueda tocar, porque hay cosas que no se pueden tocar pero existen, como el sueño, la alegría, o el planeta Saturno, que está tan lejísimos que nadie lo ha tocado. A no ser que existan los marcianos de Saturno, que dice mi maestro que se llaman saturnianos.

Aunque lo que me imagino no me parezca real, me gusta tener la imaginación dentro del cerebro.
Recuerdo que un día nos atacaron los marcianos saturnianos a Picoco y a mí, mientras navegábamos por los siete mares… Bueno, por uno de los siete, porque si no se puede navegar por dos mares a la vez, no sé cómo demonios se va a poder viajar por siete. El caso es que íbamos a bordo del “Bogavante”, que ése es el nombre de nuestro barco, aunque no estoy seguro de lo que significa esa palabra, pero me suena a que tiene que ver con el mar… Seguramente será el nombre de una vela. Pues cuando cruzábamos uno de los siete mares escuchamos de repente unos sonidos extraterrestres que hacían ¡Schiummm- schiuiiiik!, y entonces me dijo Picoco: “Ya verás, esto va a ser un ataque de marcianos de Saturno”. Y yo, que sé más que él del cosmos espacial le rectifiqué: “Saturnianos”, y efectivamente, eran ellos, y nos disparaban unas luces de colores que nos rozaban las orejas, y nos hubieran apresado y nos hubieran llevado al anillo de Saturno - porque Saturno tiene un anillo, supongo que porque estará casado con alguna estrella, - de no ser porque me llamó mi madre para que me tomara el Cola Cao y el pan con foiegras, que se dice fuagrás en castellano, y entonces nos salvamos por los pelos. Aunque ese momento del día le sienta fatalísimamente a Picoco, porque a él nunca le dan la merienda. Suerte que, al ser imaginario, no pasa hambre.

Hemos vivido muchas aventuras juntos. Tantas, que ya se me mezclan unas con otras en la memoria, que también está en el cerebro. Hemos pasado casi una vida siendo amigos. Para ser exactos tres años, y eso es mucho teniendo en cuenta que ahora tengo siete, que es la edad en que parece ser que uno ya se hace mayor y tiene que pensar en hacer cosas con responsabilidad, que es lo que sirve para ser responsable y ser un hombre de provecho el día de mañana, que es martes, aunque pienso que mis padres quieren que sea responsable también el resto de los días.

Pues como iba contando... Los recuerdos de nuestras aventuras son tantos que se me embarullan unos con otros y resulta que no sé bien si el tesoro que rescatamos en el Polo Sur que, por cierto, tenía un asombroso parecido con el collar de mi madre, se lo quitamos al terrible vikingo Erik el Rojo - que se llamaba así por que se le ponía la cara colorada por la vergüenza que le daba cuando le descubríamos robando joyas preciosas - o si lo conseguimos tras luchar contra un enorme cocodrilo del Polo Sur. Debe de ser esto último, porque ahora recuerdo que estuve discutiendo con Picoco, que decía que esa aventura era imposible porque en el Polo Sur no hay cocodrilos, que donde habitan es en el Polo Norte, y casi nos enfadamos, aunque yo tenía la razón porque, como yo me había inventado esa aventura, yo podía decidir dónde vivían los cocodrilos polares. Igual que me tuve yo que aguantar cuando a él se le antojó que mi reloj de pulsera digital sumergible, que tiene un Goofy pintado, podía convertirse en un arma ultrasecreta para derrotar a Gengis Khan. Lo acepté aunque era una tontería porque todo el mundo sabe que, en tiempos de Gengis Khan, todavía no se había inventado Goofy.

Y ahora vienen mis padres con que ya tengo siete añazos y tal y cual, y tengo que decirle a mi amigo imaginario que ya no puedo jugar más con él, aunque a ellos no les da tarea ninguna, ni siquiera merienda... Pero como se ponen muy serios, decido que ha llegado el momento. ¡Cuántos sacrificios tenemos que hacer los hijos por los padres...! Así que llamo a Picoco, porque le tengo que decir algo importante. No sé cómo empezar y me quedo callado. Entonces va él y me dice: “Lo siento, pero mis papás no quieren que siga jugando con un niño real. Me estoy haciendo mayor”.


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