El borrego y la luna



[Fotografía: Summerloosergirl]

Érase una vez, más allá del país que se esconde tras la línea del horizonte, una extraña región nunca visitada por presencia humana. En ese lugar recóndito no existían las fronteras de ningún tipo, no había vallas ni barreras que separaran una porción de tierra de otra distinta, y todos los animales que habitaban este país perdido en la bruma del mar y del cielo, podían pasear por todos los parajes que se les antojara.

Pero claro, en un lugar tan peculiar, los habitantes no podían ser como los animales que se pueden encontrar en este lado del horizonte.
Allí, todos y cada uno de ellos, tenían una característica peculiar que casi rozaba la línea que pinta de plata la magia y la alquimia. Estaban, por ejemplo, los unicornios que se escapan de los sueños, con su reluciente cuerno azul plateado y su galopar de cascabeles. También vivían allí los dragones derrotados por los príncipes de los cuentos, dragones muy especiales porque sus lagrimillas apagaban el fuego de su nariz y ya no podían hacer daño a ningún ser viviente. Y bueno, también vivían gnomos, sílfides, ondinas, salamandras, el burro con alas del que tanto hablan, y un sin fin de seres nunca imaginados por la fantasía más poderosa de un ser humano.

Un buen día, un borrego normal y corriente, de este lado del horizonte, jugaba con sus compañeros en un prado de verde y jugosa hierba fresca. Dieron saltos y volteretas mientras su pastor dormía plácidamente a la sombra de un avellano violeta regado de primavera.
El borreguito, tras darse un buen tropezón con una piedra juguetona que se interpuso en su camino, quedó tirado en el suelo, notando la caricia tibia del sol de media tarde. Para él, el cielo era un país de ensueño destinado solo a los borregos privilegiados, veía pasar cientos de nubes blancas y esponjosas como la lana que a él le cubría en los momentos más fríos y solitarios, y creía que esas nubes de algodón eran los borregos mágicos del país del cielo.

- Esos borregos afortunados comerán pasto azul, dulce y luminoso -dijo el borreguito- Además, sentirán las caricias del sol y del viento de forma mucho más cercana.

Mientras pensaba, el borrego no se dio cuenta de que ningún compañero suyo estaba pastando cerca de allí, y cuando quiso reunirse con ellos, se encontró totalmente perdido. Dio un par de vueltas por la ladera de las flores amarillas con sabor a dulce caramelo de néctar y clorofila, subió hasta la piedra gris que servía de balcón al acantilado de las mil rocas puntiagudas, y siguió caminando y caminando hasta caer rendido sobre una hierba desconocida y nunca probada por el apetito de su rebaño.

- ¿Qué voy a hacer ahora? -dijo entre lagrimitas- estoy perdido y me encuentro muy solo.

Hundió su hocico en la caricia húmeda del pasto de aquel lugar extraño e intentó protegerse del frío, acurrucándose en el manto de su cuerpo. De repente notó una leve calidez cubriendo su cuerpecito tembloroso y , levantando la cabeza, descubrió una luna enorme color cobre, que deslizaba su calor sobre el borreguito desolado. Cuando el borrego estaba ensimismado mirando la luna, una nube redonda y espesa se cruzó entre el abrazo imaginario de ambos.

- ¡Esto sí que no lo consiento! -dijo enfadado- Está bien que esos malditos borregos caprichosos se coman el pasto azul y que reciban las caricias del aire antes que yo, pero ésto, ésto no lo consiento. La luna me estaba abrazando a mí y ningún borrego aéreo me apartará de su caricia.

El borreguito pensó y pensó la manera de poder subir hasta el cielo y convertirse en uno de esos borregos de algodón pálido que pueden besar a la luna sin que nadie se interponga en el momento mágico. Tras darle mil dos vueltas a la cabeza, se le ocurrió una brillante idea, perseguiría a la línea del horizonte hasta encontrar la escalera que sube al cielo.

Pasaron los años, y el borreguito seguía caminando y caminando en busca del horizonte. Le habían salido canas pero como su lana era blanca lo disimulaba bastante bien, mas no había encontrado el límite del horizonte y todas las noches algún borrego volador le robaba las caricias de la luna.

Un buen día, el borreguito sintió una sensación muy extraña, se le ensordecieron los oídos por un segundo y una capa de plata cubrió el iris de sus ojos. Sin darse cuenta había llegado a ese país de más allá de la línea del horizonte, y descubrió un prado con lucecitas de plata en cada brizna de hierba.

- ¡Qué sabrosa tiene que estar esta hierba, nunca había visto nada parecido! -pensó. Y con un hambre voraz comenzó a comer y comer hasta que cayó rendido de sueño.

Cuando despertó tuvo que levantarse de un brinco porque un ser con cuatro orejas puntiagudas y alas de libélula le hacía cosquillas en el hocico. Miró a su alrededor y descubrió que estaba rodeado por miles de animales extraños que él nunca antes había visto, y comenzó a sentirse realmente asustado.

- ¿Qué haces aquí? -preguntó un duendecillo- ¿no sabes que ningún animal de la otra orilla del horizonte puede pisar nuestros prados?

- Lo siento mucho -se explicó el borrego- No, yo no lo sabía. Además, yo no pretendía llegar hasta aquí, lo que yo quería era encontrar la escalera que sube hasta el cielo y convierte a los borregos normales en borregos aéreos.

- No existe tal escalera -dijo el duende menos enfadado- Ninguno de nosotros hemos oído hablar de ella, pero ¿por qué quieres encontrarla?

- Para conseguir el abrazo de la luna.

Todos los seres de aquel lugar comenzaron a reír a carcajadas. Algunos rieron con todas las notas musicales, otros con todos los colores del arco iris, y otros con todos los olores imaginables.
El borreguito se sintió ofendido, no sabía porqué reían y un sentimiento de rabia empezó a subirle por la punta de sus copitos de lana hasta el último poro de su piel.

- ¡Basta! -gritó con todo su torrente de voz- ¿de qué reís?, yo no me río de vuestros extraños cuernos ni de vuestras alas de colores, ¿por qué os reís vosotros de mí?

- Nadie ha conseguido el abrazo de la luna -replicó el duende- ninguno de nosotros ha conseguido ese deseo desde que este país existe, y no creo que un borrego sucio y viejo como tú vaya ahora a conseguirlo. Así que, lo mejor es que abandones nuestros parajes esta misma noche. De lo contrario, morirás.

- ¿Pensáis hacerme daño? -pregunto el borrego.

- No es eso, lo que pasa es que ningún ser de tu país es capaz de sobrevivir aquí, os falta algo muy importante.

- ¿Y qué es? -preguntó intrigado el borreguito.

El duende guardó silencio un momento, miró dubitativo a sus compañeros y por fin respondió.

- Os falta el sueño, el sueño en la imaginación, en los poros de la piel, en cada gota de sangre, la fantasía encantada del sueño, ¿no lo entiendes?

Mientras un eco extraño repetía todas estas palabras, los seres de aquel lugar fueron desapareciendo dejando solo al borreguito.
Casi sin darse cuenta, en un abrir y cerrar de ojos, el cielo comenzó a cambiar de color, abriendo paso a la noche.
Al borreguito le temblaban las patas recordando lo que le había dicho el duende, pero algo le impedía marcharse, el color plata de aquellos prados tenía que ser una señal, no podía marcharse de allí como un cobarde.

- ¡Vete, vete! -le gritaban los seres extraños que él ya no podía ver -¡vete o ya será demasiado tarde!

El borrego sintió miedo, un pánico feroz. En un arrebato echó a correr hacia el horizonte, corría como nunca antes lo había hecho, ni siquiera cuando le perseguía el lobo en aquellos días en los que vivía con su rebaño y su pastor. Siguió corriendo más y más hasta que una fuerza mágica le paralizó. No podía mover ni un copo de lana, estaba justo en el filo del horizonte. Se asustó pensando que se cumplía lo que el duende le había avisado que ocurriría. Estaba a punto de echarse a llorar pero apenas tenía fuerzas, y entonces, una caricia cálida de bronce lo acunó elevándole hacia el cielo con su abrazo.

Desde aquel día, todas las noches, cuando la luna siente el frío de la inmensidad del cielo, un borrego volador, con sueños en cada copo de lana de algodón, arropa su cuerpo tembloroso y se funden en un abrazo.



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