Arriba, arriba, en esa parte del cielo que no se ve desde la tierra, existe un lugar secreto donde se guardan las cosas hermosas de la naturaleza: el sol, la luna, la luz, los amaneceres y los ocasos, todas las estrellas a las que se les saca brillo a diario y también los colores con los que se pinta el arco iris.
Estas cosas que nos parecen tan naturales, están, cada una de ellas, cuidadas por unos angelitos que son quienes se ocupan de que todo esté limpio, brillante y en orden para cuando llega el momento de ocupar el sitio que a cada cosa le corresponde.
Hoy vamos a explicar la historia del angelito más revoltoso de todos. No tiene nombre porque en el cielo cada cual se reconoce sin tener que llamarse y es el que se encarga de pintar el arco iris que, aunque nunca se ha dicho, entonces sólo tenía seis colores: rojo, naranja, amarillo, verde, azul y añil. Este angelito es muy, muy pequeñito, con el pelo enmarañado en unos rizos muy rubios y unos ojos chispeantes como dos estrellas y siempre lo encontraremos con el pincel en la mano dando brochazos, una vez a la franja roja, luego a la verde, más tarde a la amarilla... y así a todas ellas, para que cuando en esas tardes lluviosas en las que de pronto luce un rayo de sol, se pueda contemplar un maravilloso arco iris.
A este angelito revoltoso y travieso, le gustaba dibujar ventanitas en esas nubes blancas que parecen un trozo de algodón, para asomarse y poder curiosear todo lo que sucedía en la tierra y aquel día, sin que nadie lo advirtiera, se escapó por una de ellas. Desplegó sus alas transparentes y volando, volando, se acercó hasta la tierra. Cuando ya estaba llegando se dio cuenta de que no sabía aterrizar y entonces se introdujo en una nube gris llena de agua, se agarró a una gota de lluvia de esas que parecen lágrimas gordas, se dejó balancear en el aire y lentamente fue a posarse sobre la hoja de un nenúfar blanco que estaba en el centro de un lago.
Al caer, se quedó panza arriba durante un rato, un poco asustado sin saber donde se encontraba, hasta que al fin, cuando pudo incorporarse, vio que estaba sobre la superficie de un lago, Al principio, se quedó boquiabierto, aquello era ¡tan bonito! que pensó que todavía estaba en el cielo pero al tocar el agua y mojarse los deditos, se dio cuenta de la diferencia porque cuando estás en el cielo nunca te mojas, sólo te hundes, te hundes como si estuvieras en el interior de una burbuja y flotas de un lado para otro lo que resulta muy divertido. En aquel momento fue cuando se dio cuenta de que aquella superficie que parecía de cristal era parte de la tierra.
El angelito se puso muy contento y creyó que aquel era un lugar ideal para jugar así que comenzó a navegar sobre el nenúfar inventando viajes que le llevaban a lugares desconocidos. Las carpas plateadas, al ver aquel angelito chiquitín, tan alegre y revoltoso, se pusieron a jugar con él que, ni corto ni perezoso, se lanzó al agua para bucear entre las ranitas verdes dejándose zambullir de un salto desde las azules libélulas que volaban haciendo piruetas. Al cabo de un rato, ya cansado y un poco aburrido, se subió encima de la libélula más grande que lo llevó hasta el bosque donde comenzó a pasear contemplando las flores que no conocía, observando el vuelo de los pájaros y escuchando ensimismado sus gorjeos. Y persiguiendo abejas y mariposas que nunca alcanzaba, se entretuvo, hasta que, agotado, se quedó dormido entre la hierba de un prado.
Al despertarse estaba tan entumecido que apenas se podía mover y como añoraba mucho su cielo, decidió terminar su aventura y emprender el viaje de vuelta. Pero cuando quiso elevarse, no pudo volar por más que lo intentó. Una y otra vez daba saltitos para que sus alas se movieran pero era inútil, no podía volar. Muy, muy asustado, miró a su espalda y vio con horror que ¡no tenía alas! ¡habían desaparecido! Entretenido con tanto juego no se había dado cuenta de que las había perdido. Aterido de frío y sin saber qué hacer, se quedó acurrucado junto a un arbusto y comenzó a llorar. Pero vosotros no sabéis que los angelitos no lloran igual que las personas y de sus ojos comenzaron a caer unas lágrimas chiquitinas, chiquitinas, que eran como campanitas y al llegar al suelo dejaban oír una bonita melodía: ¡Tiinn tantaranntann...! ¡Tiin tantaranntann...! Y gracias a esta música, el angelito se salvó, porque, en aquel momento, una niña que paseaba por el bosque recogiendo violetas, al oír el repiqueteo, buscó entre los arbustos para descubrir lo que ocasionaba aquella música y encontró al angelito hecho un ovillo y llorando desconsoladamente.
La niña, lo recogió con mucho cuidado, lo metió en su bolsillo y lo llevó a su casa donde, envuelto en un trozo de bufanda lo arrimó a la chimenea para que se calentara. Cuando se recuperó, el angelito revoltoso le explicó a la niña su aventura y le dijo, hecho un mar de lágrimas, que no podía volar porque había perdido sus alas.
La niña, compadecida de aquel angelito llorón, chiquitín y sin alas, quiso ayudarle y se le ocurrió una idea. Deshojó las violetas que había cogido en el bosque y comenzó a hacer su trabajo mientras el angelito dormía un ratito.
Cuando por la mañana salió el sol, el angelito vio que la niña tenía entre sus manos dos bellas alas hechas con pétalos de violetas, las más hermosas alas que jamás había visto. La niña le ayudó a colocárselas bien sujetas en la espalda y el angelito chiquitín y revoltoso, después de darle las gracias, echó a volar perdiéndose en la inmensidad azul.
Al llegar al cielo, fue corriendo a por el pincel para retocar el arco iris que había abandonado con su aventura y se fijó que entre todos aquellos bonitos colores, faltaba uno que nunca había estado allí. ¡Al arco iris le faltaba el color de sus alas, el violeta! Entonces, el angelito, humedeció el pincel en los extremos de aquellas alas que eran pétalos de flor y añadió una franja a los otros seis colores.
Desde entonces, el arco iris que vemos cuando el sol ilumina las gotas de lluvia, tiene siete colores: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y... ¡violeta! El color de las alas de un angelito revoltoso y travieso que quiso correr una aventura en la tierra y perdió sus alas.
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